Lux y la Cueva Tenebrosa

Cuento

Rafael Moras

 

Esta es la verdadera historia que, aunque muchos consideran no más que una leyenda, tuvo lugar en un lejano reino, famoso por sus escabrosas e inaccesibles cordilleras, lo intrépido de sus pobladores y la espesura de sus añejos bosques, siempre verdes y llenos de vida y energía palpitante.

 

Por su tan distante localización, el reino era frecuentemente olvidado por los geógrafos y cartógrafos que en otros países estaban encargados de detallar este maravilloso mundo en el que vivimos. Los habitantes de este olvidado se habían dispuesto a explorar y detallar aunque fuera en el mapa local–ya que no en el mundial–las doce cavernas que en las entrañas de sus formidables montañas existían. Se abocaron a esta tarea los mejores exploradores de cuevas del país, a quienes el rey de esta apartada nación dio el plazo de un mes para que produjeran, en cada caverna, un detallado mapa en el que muy claras quedaran especificadas su profundidad, longitud, anchura, altura y tipo de formaciones rocosas, así como cualquier corriente de agua o recóndito lago que pudiera albergarse en su interior.  

 

En las primeras tres semanas del plazo, el equipo de exploradores, sin jamás temer a las profundidades, a la oscuridad, ni a los formidables monstruos y alimañas que pudieran habitar los desconocidos espacios interiores, lograron adentrarse en once de las doce cavernas. El fruto de su señalado esfuerzo fue una colección de mapas que no dejaban lugar a dudas de la belleza, esplendor y majestuosidad de los hasta entonces inexplorados espacios que los siglos habían horadado, pulgada tras pulgada, en el corazón de las indómitas cumbres de la comarca. 

 

Faltando una semana para que se cumpliera el plazo, presentáronse los exploradores al rey para informarle de su exitoso avance. “Majestad”, exclamaron, no sin antes haber efectuado las reverencias acostumbradas, “te traemos excelentes noticias. He aquí once mapas que con exquisito y minucioso detalle te mostrarán la grandeza e inmedible suntuosidad de las cuevas de este reino que tan pasmosa rapidez progresa bajo tu sabia y certera mano”.

 

El rey contestó, “Aprecio mucho el esfuerzo. Son realmente un gran equipo, y sepan que los premiaré como lo he prometido”. 

 

El venturosos equipo estaba formado por tres caballeros y tres damas del reino. Una de ellas exclamó, “Majestad, nunca nos has dicho a cuánto asciende el tesoro que nos has prometido”.

 

“Confía en mí, Señora. A cada uno de ustedes están esperando cincuenta monedas de oro de las más pesadas que acuñamos en el reino y que llevan la efigie de mi nunca olvidada madre, reina de esta bendita tierra por tantos años. El único requisito es que reciba yo los doce mapas que les he solicitado. Soy hombre de palabra y eso fue lo que habíamos acordado.”

 

La mujer exploradora replicó, “¿Quieres, decir, Majestad, que si no conseguimos entrar a la última gran caverna, nos quedaríamos sin el generoso premio?”

 

“Tú lo has dicho, Señora.”

 

Habló entonces uno de los caballeros, con una evidente consternación marcada en su curtido rostro, “Tenemos una dificultad y pedimos tu clemencia, Majestad”.

 

El Rey calló, pero con un gesto de su rostro patriarcal, lo invitó a proseguir, cosa que hizo el caballero, “La última de las cavernas llevaba por título, La Tenebrosa, y hasta que intentamos entrar en ella, nunca habíamos comprendido la razón por ese mote. Después de todo, todas las cuevas son oscuras. El problema con esta cueva, es que su oscuridad es tan espesa, que no hay luz que la pueda penetrar. Hasta las más brillantes antorchas resultan insuficientes al adentrarse cualquier persona a esos opacos y perdidos espacios. Después de recorrer los primeros veinte o treinta pasos en esa inmensa lobreguez, es imposible seguir adelante”.

 

El Rey levantó su mano para pedir al caballero que callase. Después de una breve pausa opinó, “Tienen ustedes el resto del mes, y repito que soy hombre de palabra. Sin el último mapa, me limitaré a pagarles lo que dignamente merece su trabajo, pero debo también aclarar que no podrán recibir la generosa recompensa en oro. Veo que se está consumiendo el tiempo y que seguramente tendrán ustedes mejores cosas que hacer que platicar conmigo. Conocen perfectamente el camino a La Tenebrosa. Espero verlos en unos días. Lo que tenía que decir, lo he dicho; y lo que no se debía decir, se ha quedado sin decir.”  

 

Al otro extremo de la antigua capital habitaba una numerosa familia de gente pobre, honrada, trabajadora y de gran corazón. Los padres habían procreado nueve hijas, todas ellas sobresalientes, inteligentes y triunfadoras. Quien más brillaba de todos era la quinta, quien respondía al nombre de Lux. A sus dieciséis años, la niña era bella, espléndidamente sonriente, afable, amable, bienintencionada, sencilla, sincera, y en una sola palabra, buena. Muchos en la región opinaba que era la más bonita; otros, que era la más guapa; aquéllos, que era la más bella; mas para la inmensa mayoría, era ella una inédita combinación de todo lo todos esos y otros muchos meritorios calificativos de los que se encuentran en nuestra riquísima lengua castellana, y que ni Lope, Nervo, Darío, Díaz Mirón, Gabriela, Joaquín Arcadio Pagaza ni ningún otro ilustrísimo poeta hubieran sido capaces de componer versos que pudieran describir adecuadamente su encanto y hermosura.

 

Tan notoria era la belleza y brillantez de Lux, que despertó la envidia de su vecina, quien respondía al nombre de Opacilina y cuyo carácter era agrio, envidioso y turbio. Opacilina había hecho lo posible, desde que tuvo uso de razón, por opacar la brillantez de Lux. En la escuela, la acusaba injustamente de cualquier travesura. Al pasar por la calle, procuraba transitar rápidamente sobre los charcos en el momento justo se acercaba Lux para salpicar su vestido. Cual la legendaria cizaña de los libros sagrados, procuró furtiva y maliciosamente esparcir y sembrar los más repugnantes rumores acerca de su guapísima vecina. 

 

A falta de cuatro días para que se venciera el plazo impuesto por el Rey, el equipo de exploradores seguía sin poder transitar por la cueva. Habían solicitado la ayuda del pueblo, y aunque llegaron más de doscientas personas cargando cada una una brillante antorcha, nadie pudo ver más allá de sus narices una vez que se habían caminado los primeros cuarenta pasos dentro del abismal vacío. 

 

Desilusionados, los integrantes del equipo decidieron publicar una convocatoria por la que invitaban a los augustos catedráticos, físicos y sabios del país a encontrar una solución a su predicamento, prometiendo como recompensa una séptima parte de las monedas de oro ofrecidas por el Rey. Los integrantes del equipo imprimieron quinientos ejemplares de la convocatoria. Muy temprano en la mañana del penúltimo día, lograron colocar una copia de la convocatoria en cada esquina del pueblo.

 

Habiéndose despertado muy temprano esa misma mañana, fue Opacilina la primera en leer la el anuncio. Incapaz de pensar en alguna solución para iluminar la enigmática cueva, decidió ir alrededor de su barrio en búsqueda de las convocatorias que pudieran estar colgadas o pegadas en las esquinas. En su gris corazón pensaba, “Si no lo puedo hacer yo, no tiene que hacerlo nadie más. No sea que se les vaya a ocurrir algo a Lux, a sus hermanas, o a sus papás, pues son brillantes e inteligentes.” Después de casi una hora de caminata, logró la ingrata moza deshacerse de todas las convocatorias que había en las esquinas en un radio de cinco calles a partir de su casa. Fue así como ni Lux ni su familia se enteraron del llamado que hacían los exploradores de las cuevas para que alguien encontrara una solución a su negro problema.

 

Los exploradores se vieron esperanzados cuando, dos horas después de haber colocado las convocatorias a lo largo y ancho de la capital real, aparecieron distinguidos personajes cargando o empujando increíbles inventos. Aunque todos mostraron la más férrea determinación, uno tras otro falló en su intento de vencer la terrible oscuridad que reinaba en la ancestral e insondable gruta. Regresaron todos al Palacio Real, donde intentaron conciliar el sueño.

 

La noche pasaba lentamente. Ya en la madrugada, desesperados por haber agotado todos sus recursos, e incapaces de poder conciliar el sueño, los exploradores salieron del Palacio Real “para tomar un poco de aire fresco”. No había salido la luna en esa oscurísima noche, y ni una sola estrellas podía atravesar con su lontano y blanquecino brillo la densa capa de nubes que ennegrecían con su triste y muy lento cabalgar la ya muy negra velada. Ante las escasez de cera que azotaba la comarca, los pobladores habían apagado desde hace algunas horas las pocas velas que tenían en su posesión. Por la misma razón, y también por decreto real, las calles no podían ser tampoco iluminadas después de las diez de la noche. 

 

Los exploradores recorrieron varias de las calles de la ciudad, tratando de encontrar la clave que pudiera descifrar el enigma de La Tenebrosa. A punto estaban de regresar al Palacio Real cuando se toparon con una humilde casa en la que claramente se veía una ventana iluminada por una luz blanca, radiante, más pura que la que cualquier veladora jamás hubiese regalado. Llenos de curiosidad, se acercaron a la modesta vivienda. Se percataron de que la luz se filtraba por entre las tablas que los dueños usaban para cerrar su venta en esta fría noche. Con gran asombro comprobaron, al acercarse, que la luz tenía una potencia inusitada. Uno de los exploradores profirío palabras de cautela, “Esto es cosa de brujas o de espantos. Es mejor que nos retiremos.”

 

Lejos de atemorizarse, la dama que había hablado con el Rey se acercó aún más a la ventana, y con extremo cuidado, la abrió en un ángulo casi imperceptiblemente. El suspiro que salió de sus labios fue notorio. Volvióse a sus colegas y les advirtió, “Hemos encontrado la solución a nuestros problemas. Vamos a tocar a la puerta”. 

 

“Explícanos, mujer, que has descubierto”, le increparon los demás miembros del portentoso equipo explorador. 

 

“Paciencia. Paciencia”.

 

Tocó la puerta la dama exploradora. 

 

Se oyó una varonil voz exclamar desde el interior, “¿Quién es? ¿Qué se les ofrece a estas horas de la madrugada?”

 

“Somos de montañas, y a nombre del Rey, queremos realizar un mapa de La Tenebrosa. Estamos hoy aquí para ofrecerte una importante proposición”.

 

Al abrirse la puerta, el equipo exploratorio se encontró con un hombre cuya edad apenas rebasaría los cuarenta, quien opinó con una expresión amable, “Será algo muy importante para que tengan que hacerlo a estas horas de la madrugada. Soy todo oídos.” 

 

Explicaron los exploradores sus dificultades para iluminar la gruta y aludieron al brillo que se veía bajo la puerta, en la habitación contigua. La dama que se había asomado por la ventana añadió, “Hemos visto el resplandor que emanaba por entre las rendijas de tu ventana. Me tomé el gran atrevimiento de entreabrir la misma, y me percaté de que las sábanas de tus hijas despiden muchísima luz. Deseamos pedírtelas prestadas, y a cambio, tendrías como premio una séptima parte del premio que ha prometido el Rey si logramos elaborar el mapa de La Tenebrosa.” 

 

“¿Y en qué consiste ese premio?”

 

“En total, son cincuenta monedas de oro para cada integrante de nuestro equipo exploratorio. Te tocaría la séptima parte de las trescientas monedas prometidas por el Rey”. 

 

“¿Será peligroso para quien entre explorar la cueva?”

 

“Nunca deja de haber peligro, pero tenemos mucha experiencia y las herramientas necesarias. Además, se trataría solamente de que nos prestaras tus sábanas”. 

 

“Veo que no les ha quedado claro lo que pasa en la habitación de mis hijas. Hasta hoy había sido un gran secreto, pero siendo ésta una encomienda del Rey, les diré la verdad. No son las sábanas las que brillan. Es mi hija Lux quien lo hace”.

 

Uno de los exploradores río, exclamando, “Por favor, amigo. No nos hagas perder el tiempo.” Otro de los exploradores exclamó, con mucha seriedad, “Te creo, amigo. Algunos de nosotros hemos oído de la hermosura de Lux, pero ignorábamos que tuviera este increíble efecto”. 

 

El orgulloso padre contestó, “No sólo es su hermosura exterior, sino su avasalladora personalidad y su limpio corazón lo que resulta en ese resplandor. No me queda más que agradecer esta tan agradable visita, pero lamento informarles que mi hija no estaría dispuesta a entrar en la cueva con vosotros”. 

 

La explicación del padre desilusionó a los exploradores. Callaron por unos momentos, hasta que la dama que había iniciado el diálogo dijo, “Te creo, amigo. El resplandor que vi desde la ventana atravesaba las sábanas que envolvían a tu hija mientras dormía. ¿Estás seguro de que no cambiarías de opinión aunque aumentáramos el monto de tu recompensa? Te prometemos ejercer el mayor cuidado. Jamás hemos sufrido ningún accidente en ninguna de nuestras expediciones. Siempre las hemos llevado a cabo l con los mayores cuidados.”

 

“He dicho la última palabra,” fue la firme contestación del padre de Lux. aaa

 

Comprendieron los exploradores que muy inútil sería el proseguir la conversación. Optaron por dar las gracias y retirarse.  Comprendiendo que ciertas batallas son imposibles de ganar, caminaban de regreso al Palacio Real con visibles muestras de consternación en sus agotados semblantes apenas alumbrados por la tenue luz de la antorcha que uno de ellos llevaba de la mano. De repente, percibieron los seis científicos la presencia de un blanquísimo resplandor a sus espaldas. Sorprendidos, voltearon hacia atrás y se encontraron con una joven que indudablemente brillaba con luz propia. 

 

Con un palpable asombro en su mirada, uno de los exploradores exclamó, “¿Lux?”

 

“Sí, señores. Soy Lux. No pude evitar oír la conversación que hace unos minutos tuvo lugar en mi casa. Me he escapado por la ventana para hablar con ustedes. Estoy dispuesta a prestar ayuda, y puedo traer también a mis hermanas.”

 

“Pero la que brilla eres tú, Lux. ¿De qué serviría traerlas a ellas?”

 

“Tengan confianza en mí.”

 

Estaba a punto de amanecer. Llegando a la conclusión que nada había que perder, los exploradores estuvieron de acuerdo con Lux.

 

Lux anunció, “Voy de regreso a casa. Nos vemos en este mismo lugar en unos minutos. Es mejor que no me acompañen para no hacer ningún ruido que pueda despertar a mis padres, quienes seguramente me impedirían el paso”. Corrió entonces Luz de regreso a casa.


En menos de un cuarto de hora que a los exploradores les pareció interminable, reapareció Lux, trayendo consigo a todas sus hermanas, quienes eran todas casi tan simpáticas y bonitas como ella. Partieron enseguida con rumbo a La Tenebrosa. Durante el camino, el molesto e incómodo sentimiento de desesperación que se había apoderado de los seis exploradores fue desapareciendo paulatinamente. Era muy claro que el desbordante entusiasmo de Lux, su serenísimo semblante, y su invariablemente positiva disposición e incansable optimismo, había cambiado el ánimo de todos los presentes.

 

Recorrió el grupo las antiguas calles del pueblo, cuyo geométrico empedrado parecía reflejar en cada canto las fachadas de los señoriales edificios entre los que estaban trazadas. Y el grupo  creció. Los vecinos parecieron contagiarse por la alegría del grupo, y reconociendo fácilmente a los exploradores y a Lux y sus hermanas, no vacilaron en unírseles.

 

El grupo siguió creciendo. El número de sus integrantes rebasaba los doscientos cuando llegaron a La Tenebrosa. La mayoría de la gente corrió en búsqueda de antorchas para ayudar en ésta que sabían sería la última expedición patrocinada por el Rey. Los vecinos sabían también que los exploradores les recompensarían con una parte del premio en caso de tener éxito en lo que parecía ser su último empeño en descifrar los secretos de la magna caverna. 

 

Llegaron a la gruta. “No será necesario el uso de las antorchas. Lo único que pido es que todos confíen en mí. Vamos a tener éxito,” dijo Lux en voz muy alta que todos los que se habían congregado al pie de la entrada escucharon claramente.

 

A unos pasos de distancia, oculta tras unos espinosos arbustos, se encontraba la maliciosa Opacilina, quien espiaba la escena con una mezcla de viles sentimientos entre los que se encontraban la envidia, el odio, y el desdén.

 

“Vamos para adentro,” ordenó Lux con una limpia y transparente sonrisa, emprendiendo el camino hacia la gruta, seguida de todas sus hermanas. Ninguna de ellas cargaba con su antorcha.

 

Con incredulidad, los ahí reunidos vieron la forma en que al entrar a la cueva, el cabello de Lux y todas sus ropas brillaron con una luz diamantina y transparente. Lo mismo sucedió con sus hermanas cuando una a una, siguieron a Lux. La dama exploradora cuyo liderazgo ya conocemos fue la primera en arrojar al suelo la antorcha que ya llevaba encendida, gritando, “¿Quién necesita una antorcha cuando tenemos a Lux?” 

 

La muchedumbre contestó, “Nadie.” 

 

Y todos, a un tiempo, sobrecogidos por un sentimiento de indescriptible alegría, contagiosa armonía y exuberante optimismo, arrojaron al suelo las antorchas y velas que, en preparación a los trabajos exploratorios, habían traído a la cueva. Se produjo una memorable algarabía que culminó cuando uno de los exploradores pidió a la multitud que hicieran su entrada a la caverna en forma ordenada. No fue difícil controlar el flujo de la multitud dado que todos habían hecho suya no solo la misión exploratoria de los científicos, sino también el espíritu benevolente, alegre, y siempre eufórico que generoso, brotada desde el corazón de Lux. 

 

Entraron los doscientos peregrinos a la gruta, y cada uno contribuyó a que la oscuridad de la caverna fuera vencida por primera vez desde que había sido descubierta. Se respiraba un aire fresco y libre de toda maldad. 

 

Los científicos tomaban notas y medidas y avanzaban a pasos agigantados en su objetivo de proporcionar el mapa de la cueva al Rey antes de la medianoche. Habiendo podido ya explorar más de la mitad de la cueva, se produjo un notable descenso en la calidad de la luz que cada uno de los presentes despedía. Muchos sintieron temor y llamaron a voces a Lux. 

 

Las hasta entonces inexploradas paredes de la gigantesca gruta transmitieron la nítida voz de la chica con muchísima facilidad. “Ha entrado a la cueva alguien con un turbio corazón, pero debemos recordar que la luz vence siempre a las tinieblas. Le pido a esta persona, quien quiera que sea, que elija entre disfrutar de nuestra alegría o simplemente regrese a la oscuridad de donde viene”.

 

Imperó el silencio. Quienes se hallaban cerca de la cueva pudieron percibir la figura de una sombra que, cerca de la entrada de la cueva, parecía dudar. Por un momento, salió de la cueva, lo que produjo que la luz que todos despedían brillara como lo hiciera inicialmente. Nadie fue capaz de reconocer la sombra que había salido de la caverna, pues su rostro seguía oculto tras un capuchón. Todos guardaron un muy respetuoso silencio, esperando las indicaciones de Lux. 

 

Con su gran corazón, Lux exclamó, “Sombra que hasta hace un momento estabas aquí, en La Tenebrosa, con nosotros, te invito a que regreses a la caverna. Deja que esta luz que percibes y de la que todos aquí disfrutamos, te contagie, te llene, y cambie tu corazón. ¿Cuál es la opinión de los doscientos? ¿Me apoyan en darle la bienvenida a la persona que aún duda en acompañarnos?”

 

Opacilina seguía oculta bajo su capuchón. Ansiaba ingresar a la caverna y poder disfrutar de la aparente calma e indecible gozo del que todos parecían estar contagiados. Reflexionó. Sospechaba que Lux la había reconocido y que aun así, le había abierto las puertas de su corazón. Se arrepintió. Juró cambiar. Confío en la invitación de Lux y de las docenas de entusiastas ciudadanos que la acompañaban. Caminó unos pasos y traspasó así el umbral de la amplia gruta.

 

La luz subió de intensidad casi imperceptiblemente. La exploración de la cueva continuó hasta después de caer la tarde. Algunos de los allí congregados habían regresado a sus casas, de donde habían traído comida y agua que fue suficiente para todos. Alguien había avisado también a los padres de Lux que sus hijas estaban todas en La Tenebrosa, y que no tenía de qué preocuparse. Padre y madre corrieron a la cueva tan pronto se enteraron y se unieron a la expedición, contribuyendo considerablemente al fulgor que revelaba lo más íntimos detalles de la gigantesca cavidad que por tanto tiempo había dormido en el seno de la montaña sin que nadie jamás hubiera podido admirar sus secretos. 

 

A eso de las diez de la noche, los exploradores anunciaron que la expedición había sido un gran éxito, e invitaron a la muchedumbre a caminar de regreso al Palacio Real. Aunque la noche era tan oscura como la anterior, no hubo necesidad de recurrir a las antorchas. Todos seguían emitiendo ese raro brillo del que Lux los había contagiado.

 

Al salir de la cueva, Opacilina se acercó a Lux. Ambas despedían ese fulgor, cotidiano para una y muy nuevo para la otra. “Gracias, Lux,” dijo Opacilina. 

 

Lux aceptó el agradecimiento de su vecina con una sincera sonrisa y exclamó, “Gracias a ti, por contribuir a este esfuerzo de toda la comunidad.”

 

El Rey los esperaba en el Palacio Real. A sus oídos habían llegado ya las noticias de que la expedición había sido todo un éxito. Expresó su deseo de conocer a Lux, heroína indiscutible de esta verdadera historia. “Te quisiera ver después de que se reparta el oro,” indicó su Majestad.


El tesoro se repartió de acuerdo a lo acordado. Los padres de Lux hicieron planes para hacer mejoras a su pobre vivienda y vieron también disipada su incertidumbre acerca del futuro de sus bellas hijas. 

 

Como premio a Lux, el Rey donó a la familia, en secreto, una gran cantidad adicional de monedas de oro. La única condición fue el pedir a Lux que todas las noches dejara abierta la ventana de su recámara para que su luz, llena de esperanza, bondad y optimismo, siguiera iluminando todas las noches las empedradas calles y altísimas torres del Palacio Real.


Agosto 2021