La Campana de la Muerte


Cuento de Rafael Moras, Sr.

         “Vaya que suena muy triste y acongojada la campana de la muerte que hace poco colgó el Padre Sullivan en la torre izquierda de la parroquia. Algo tiene su badajo que la hace resonar con tonos fúnebres.  Yo creo que por eso el padre la toca solo para llamar a los entierros,” exclamó don Javier, viejo español vecino por más de cincuenta y tantos años del verde, frecuentemente lluvioso y siempre acogedor San Ramón del Gran Cafetal, pueblo veracruzano de buen tamaño enclavado en unas colinas no muy lejos de aquel portentoso volcán que en en esa tarde, en el tropical ocaso parecía cubrir con su portentosa sombra la totalidad de la comarca.

         “Pero mire, don Javier, que no es el badajo el que la hacer sonar en forma tan melancólica,” contestó Joserra el Zapatero, natural de San Ramón y vecino del español. “Es el bronce con el que la colaron, que viene de las minas de Zacatecas, allá por Fresnillo, y que dicen los que saben de minería—que de eso mucho conoce su servidor-- que siempre resulta en campanas muy afligidas. Y por eso el padre la escogió para llamar a los entierros”

         “Debes saber, Joserra, que el bronce no es ni alegre ni triste. Y tú de minas sabes lo que yo de los volcanes, que no es nada. Yo creo que la campana sonará de una forma o de otra, dependiendo del humor de quien la toque”.

         “Usted bien sabe que Nacho el Campanero siempre está de mal humor, y sin embargo, cuando él toca la campana grande, ésta siempre repiquetea alegremente. Pero cuando toca con el mismo malhumor la campana de la muerte llamando a los fieles a algún funeral, casi me hace llorar. ¿Cómo explica usted eso? Me gustaría preguntarle al padre Sullivan por qué solo toca esa campana en las misas de difuntos. Mañana, después de misa de ocho, le pregunto.”

         Ni el español ni el viejo zapatero pensaron que la oportunidad de hablar con el sacerdote no se presentaría jamás. Esa misma tarde, por un tiránico decreto gubernamental quedó prohibido en todo el estado el alabar a Dios en público. Los templos fueron clausurados y los sacerdotes perseguidos.  El padre Sullivan, quien había construido la segunda torre del Templo de San Ramón, se vio obligado a emprender el regreso a su natal Oklahoma. Los ramoneros—que tal era el curioso gentilicio de los habitantes de San Ramón del Gran Cafetal—expresaron su enojo y consternación ante los atropellos cometidos en contra de los creyentes y de los profesos. Gran pérdida fue para el pueblo la partida del padre Sullivan, quien en alguna ocasión fuera sorprendido encaramado a una precaria y tambaleante escalera mientras ayudaba a pintar el elegante palacio municipal, que según se decía, era del estilo toscano. Había también el padre hecho varias estatuas que adornaban la siempre limpia y gozosa plazoleta.

         La persecución religiosa produjo profundos cambios en la población.  Muchos se separaron de la iglesia, temiendo por su seguridad.  Otros organizaban misas clandestinas, habiendo siempre vecinos a cuyo cargo estaba el informar a los fieles en qué domicilio sería la misa el siguiente domingo.

         Y así pasaron los meses. Y así pasaron los años.

         Aunque ninguna de las campanas había pregonado el llamado divino en mucho tiempo, el padre Pepito, párroco que la Diócesis había enviado para reemplazar al venerable padre Sullivan era culpable de haber celebrado cientos de misas, bautizos y bodas en secreto ante un selecto grupo de seguidores que con el tiempo había aumentado no solo en número, sino en fervor. Mucha cautela observaban los fieles y el sacerdote, por temor a ser descubiertos por el terrible Capitán don Herminio Cartago, jefe de la fuerza policiaca local, quien había establecido un moderno tribunal de la inquisición en San Ramón. Enemigo jurado no solo de la iglesia, sino de todo creyente, el capitán aprovechaba cualquier rumor o delación para aprender a cualquiera persona de quien se sospechara complicidad de organizar o acudir a celebraciones sacras. Don Herminio era tan cruel y despiadado como lo era déspota y dictatorial. Se decía que había hecho desaparecer a más de un cristiano sin más motivo que su acendrado odio.

         Las atrocidades cometidas por el implacable e inhumano capitán no habían en nada apagado la pasión que su impetuoso corazón sentía el padre Pepito por la fe.  Se sabía blanco de la ira don Herminio, aunque éste último no había podido encontrar una razón concreta para castigarlo.

         En una de esas mañanas adornadas por un picoso sol que presagiaba la venida de algún espectacular aguacero a la hora de la siesta, se topó el padre Pepito con don Javier y Joserra, quienes sentados en su banca, estaban enfrascados en una disputa acerca de la altura de las torres de la parroquia. Si uno decía que la de la izquierda era más alta que la otra, el otro lo contradecía. Intervino el padre Pepito, “Lo importante no es saber cuál torre mide más, sino que las campanas de las dos torres van a sonar el Sábado de Gloria.  Voy a abrir la iglesia ese día y yo mismo seré quien las haga tañer. La grande va a resonar como nunca jamás, acompañada por la que ustedes llaman la ‘de la muerte’.  Aunque nunca las he escuchado, sé que la gente oirá su llamado y vendrán a celebrar conmigo la Resurrección. Y ya verán que ocurrirá un gran milagro”.

         “No toque usted la campana de la muerte, padre Pepito, que con su tono triste solo sirve para homenajear a los muertitos,” amonestó con notoria preocupación Joserra. “No vaya a ser que esté usted anunciando su mismo entierro,” concluyó el zapatero.

         “Mi querido Joserra,” contestó el padre, “me fe no me permite creer en  supersticiones. Ten fe en los milagros, hijo.”

         “Cuídese Ud. de lo que dice, padre, que viene ahí don Herminio”, dijo don Javier.  Y caminado cerca de ellos y sin siquiera saludarlos, les tiró el cruel capitán miradas llenas de señalado odio y cruda antipatía. “Buenos días, don Herminio,” le dijo el padre, sin recibir respuesta alguna del oficial.

         No siguieron su conversación hasta que don Herminio se había alejado. “¿Pero ha usted perdido la cabeza, padre Pepito?,” exclamó Joserra, “¡Este dictador seguramente lo va a matar si hace repiquetear a las campanas abre usted las puertas del el templo. Y con el miedo que le tenemos a don Herminio, nadie va a ir a la iglesia”. 

         “Ya lo verán de aquí a quince días”, contestó el sacerdote, convencido. “Acuérdense también que el Sábado de Gloria don Herminio se va San Felipe, allá en las faldas del volcán, a celebrar el día del santo de su mamá. Ahí pasa siempre la noche y no regresa hasta el domingo. Y ninguno de sus sargentillos estará en contra de nosotros. A todos ellos ya les he bautizado a varios hijos, aunque a escondidas del capitán”.  

         Replicó don Javier, “Yo le aconsejo que sea prudente, señor cura”.  Pero el padre, muy seguro de sí mismo, se despidió de ellos, pidiéndoles sus oraciones pues la decisión de tocar el par de campanas estaba ya tomada.

         Con días muy calurosos transcurrieron velozmente las dos semanas que dieron paso al Sábado de Gloria. Esa tarde, se ocultaba el sol después de haberse disipado un formidable aguacero. Y se escucharon las campanas de San Ramón por primera vez en mucho tiempo. La campana grande, canora y orgullosa, llamó a los fieles, acompañada de una desconocida cantinela que de la otra campana parecía provenir. Salieron los vecinos de San Ramón a las calles, algunos con un genuino asombro y muchos otros, fingiéndolo, pues ya sabían de los secretos planes del padre. Sin ocultar su temor a la policía, pero habiendo vencido la virtud de la curiosidad a la de la cautela, fueron acercándose los fieles a la parroquia, cuyas abiertas puertas generosamente permitían por primera vez en muchos años el paso de un humedecido aire cargado de un seductor aroma a café tostado y tierra mojada, tan característico de la región. Con los últimos destellos del muriente sol, pudieron los ramoneros constatar que los alegres tintineos que acompañaban a la gran campana provenían de la campana de la muerte, misma que en esta ocasión cantaba con desbordante y contagiosa alegría. La misma campana que hasta hace algunos años había llamado al duelo, ahora llamaba a los fieles a celebrar la Resurrección. Su sonido era casi idéntico al que todos recordaban, pero estaba ahora revestido de un indescriptible sentimiento de regocijo y esperanzada fe.

         A sabiendas de que don Herminio no estaba en el pueblo, los feligreses decidieron entrar al templo, cuyas luces permanecían apagadas observando la liturgia del Sábado de Gloria.  Las dos campanas siguieron su alocado e inspirador repiqueteo hasta que, con un templo lleno, súbitamente enmudecieron. 

         Se oyó entonces la potente voz del padre Pepito: “En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo”.  Contestaron todos a una sola voz, “¡Amén”! Y empezó a hablar el sacerdote, con el templo aun a oscuras, “Celebramos hoy, Sábado de Gloria, la Resurrección del Señor.  Bienvenidos a esta Vigilia Pascual.  Procederé a entonar el Pregón Pascual.” Y con una privilegiada voz de tenor, el padre Pepito cantó “Esta es la noche, en que Cristo a vencido a la muerte y del infierno retorna victorioso”. Ni una sola alma quedó muda; todos los ahí presentes acompañaron al padre en la entonación del bendito y poético canto a la resurrección.

         Al terminar el santísimo pregón se escuchó un ronco grito en la entrada posterior del templo.  “Padre Pepito, vengo a buscarlo”. La voz era la del infame don Herminio. “Y que nadie se vaya”, rugió el temible capitán.

         Lejos de intimidarse, el párroco le contestó. “Aquí estoy, don Herminio, en la casa de Dios y rodeado de nuestros hermanos, y le ruego que nos deje terminar este santo sacrificio”.

         Contestó don Herminio, “Termine, Padre. Este año nos quedamos en San Ramón, pues a mi mamá se le ocurrió celebrar su santo en mi casa.  Oí el tañer de las campanas y me extraño mucho el sonar de la de la muerte.  No escuché su triste tintineo sino que, por el contrario, hoy sentí en mí su llamado”.

         Los feligreses escuchaban con asombro las inesperadas palabras del capitán: “Sentí que el pregón de las campanas me llamaba a mí también a celebrar el milagro de la Resurrección. Escuché por fin la voz de mi santa madre, quien siempre ha orado por mi conversión. Y aquí en el templo, oculto en las sombras, escuché el Pregón Pascual. Aquí estoy, arrepentido de mis pecados, de mis faltas, de la fealdad de mi alma. En el nombre de Dios, perdónenme. En San Ramón, mientras siga yo al mando, no habrá ya persecuciones. Ya pelearé yo con el gobierno cuando sea necesario. Reciba en la casa de Dios a este corazón contrito, padre Pepito. Permítanme celebrar esta Vigilia con ustedes”.

         “Bienvenido, hijo. Levántate y ora con nosotros para dar gracias por tu conversión y celebrar juntos la Resurrección”. Y siguió así la inolvidable Vigilia Pascual de San Ramón, que esa noche brilló por su tono alegre.       

                 Muchos años han transcurrido desde que tuvieran lugar estos verídicos sucesos. En la leyenda ha encontrado su lugar la campana de la muerte, pues ahora todos los ramoneros la conocen como “la campana del milagro”. Y desde entonces, los feligreses han escuchado el llamado fiel que en todas las ocasiones lanzan al viento el par de radiantes pregoneras que, siempre con regocijo, cuelgan de las torres de la parroquia de San Ramón del Gran Cafetal.