Un Cuento


de Puebla

 

 

Rafael Moras, Sr.

 


“Yo soy José Manuel Cedros, y como buen poblano, creo que deberíamos de impulsar la obra excelsa de Miguel de Ambiela, uno de los más representativos compositores de la música barroca, quien por supuesto, es nacido en Puebla,” dijo con un nítido acento español el comensal, pronunciando las eses con la sonoridad característica de los peninsulares. Fue éste el primer comentario que como respuesta se dio a la amable pregunta del anfitrión se había escuchado.

A la mesa estaban sentados quizás unas dos docenas de personas adultas cuyas edades quizás irían de los treinta hasta casi las ocho décadas. El anfitrión había golpeado cuidadosamente pero con decisión y empeño su aún vacía copa de vino con su elegante cuchillo de plata, imitando el tañer de las campanas, logrando así acallar la conversación de sus invitados. Una vez que había logrado capturar la atención de los allí presentes con el alegre y clarísimo tintineo de su copa, les había dicho, “Bienvenidos todos. Aunque dudo que se conozcan, quisiera decirles que todos los invitados son vecinos de Puebla. Gracias por hacer el viaje a Manizales, a esta vieja casona que me vio nacer no muy lejos de nuestra bellísima catedral”.

Al escuchar el amable mensaje de bienvenida, los invitados se miraron unos a otros, buscando encontrar alguna cara conocida. “Yo firmé la invitación a este banquete y fue gracias a un benefactor anónimo que hemos logrado tenerlos a todos ustedes aquí reunidos. A él deben agradecer que su viaje a esta entrañable región paisa no les haya costado ni un céntimo y también el pequeño honorario que han recibido.  Saben ustedes que la carta por su servidor firmada era un poco vaga, pero les agradezco el que hayan respondido al llamado. Me llamo José María del Rollo, y entre otros cargos, tengo el honor de servir como académico de número en la Real Academia Española de la Lengua. Tengo dos metas el día de hoy, aparte de darles la bienvenida. Para empezar este coloquio, quisiera pedirles su opinión de qué aspectos del lugar de donde provienen deberíamos promover”, concluyó el anfitrión, quien ocupaba el lugar de honor en la larga mesa del muy amplio comedor donde la peculiar reunión tenía lugar.

El distinguido anfitrión tenía unos cincuenta y cinco años y tenía un acento paisa muy marcado, pues de los colombianos, son los habitantes de la región quienes en forma más sonora pronuncian la letra “s”, muy al estilo español. “¿Alguien más quisiera decir algo de Puebla?”, animó don José a los concurrentes.

La mano de una mujer se levantó: “Soy Catalina Espalter Feliú, y aunque confieso no saber mucho de la música barroca, por supuesto que apoyaría la recomendación del apreciable señor Cedros de impulsar a un músico poblano de tanta categoría como parecer tener el citado Ambiela. Soy orgullosamente poblana y lo apruebo”, dijo la joven invitada, quien estaba sentada cerca de la cabecera de la mesa, y quien continuó, “Pero, hablando de nuestro impresionante acervo cultural, yo creo que pocos edificios están tan bien conservados como el que en Puebla todos conocemos. Fue algún día una villa romana, luego una alquería que se convirtió en masía, y eventualmente la casa señorial que todos conocemos.”

La mayoría de los invitados estaban perplejos, pues aparentemente no entendían a qué exiguo edificio se refería la joven Catalina, cuyo acento sugería los orígenes catalanes o valencianos que sus apellidos delataran.

Con evidentes ansias de agregar algo a la intrigante e interesante plática, una mujer muy morena y de ensortijado cabello, exclamó, “Aunque no tengo el gusto de conocerlos, agradezco a don José María su atentísima invitación”. Su acento no era español. Sus rasgos y el muy obscuro color de su tez evidenciaban que una agradable mezcla de sangres europea y africana que corría por sus venas. “Me llamo Alma del Santo, y siendo originaria yo también de mi amada Puebla de los Ángeles, creo que todos nosotros agradeceríamos que se le rindiera especial homenaje a la imagen de piedra de la Virgen de los Ángeles, nuestra querida Negrita, patrona de todos nosotros”.

Se escucharon murmullos a lo largo de mesa y más de uno de los presentes exclamó palabras tales como “¿Pero de qué habla?” o “Esa estatua yo no la conocía”, y “!Confieso mi ignorancia, pero no entiendo nada de nada!”

Tomó la palabra una mujer sentada en la cabecera opuesta. Tenía unos 45 años y su rostro resplandecía al reflejarse en él la luz que se filtraba por una de las ventanas. En el característico acento mexicano de la ciudad de Puebla, que en algo se parece al de la Ciudad de México, pero que resulta para casi todos los mexicanos fácil de identificar, exclamó, “Permítanme presentarme. Soy Juliana Paz del Noble, y antes que nada quisiera agradecer a don José María por haberme invitado a esta ecléctica reunión. Gracias por financiar mi viaje desde el altiplano mexicano a trabajadora y espectacular tierra paisa, que yo no conocía. Un gran honor es contarme entre ustedes”. Dicho esto, tomó una ligera pausa en la que los presentes respetuosamente guardaron silencio, aunque no dejaba de ocultar algún gesto de perplejidad. El único en la sala que parecía divertirse un poco ante el asombro general parecía ser don José María.  Pero continuó diciendo Juliana, “Soy directora de la Nueva Bohemia Poblana. Como creo que todos aquí saben, la Bohemia Poblana vio la luz en 1947 y subsistió hasta fines del siglo pasado. Acabamos ahora de echar andar las actividades de la reencarnación de tan distinguido grupo, y aunque creía conocer los encantos culturales de mi bellísima ciudad muy bien, confieso que no tengo la más mínima idea ni de la estatua de la Virgen Negrita, ni de la alquería, ni de Ambiela. Es sabido que en la época de la conquista hubo compositores en la Angelópolis de mucho renombre, pero no creo que el mencionado Ambiela haya residido en ese lado del Atlántico. Yo, como cualquier otro poblano, con mucho orgullo ofrezco que tanto nuestra señorial catedral como la esplendorosa Capilla del Rosario deben ser reconocidas como estandarte de Puebla. Pero también les pediría al Sr. Cedros, a la Srita. Catalina y la Srita. Alma del Santo que, con la dádiva de don José María, nos expliquen en qué lugar de nuestra maravillosa ciudad se encuentran estas maravillas. ¿O no será en algún lugar del estado y no en la capital?”.

Sin que tuviera don José María la oportunidad de responder, se abrió la añosa puerta del salón comedor y entró un grupo vociferando, “¿Es aquí la reunión de las Polas? ¿Hemos llegau tarde?”

Contestó don José María, “Bueno, sí, aquí será. La reunión que ustedes mencionan no empieza sino hasta media tarde, aquí mismo. Si desearan ustedes quedarse, pueden ver que hay sillas de sobra en este sitio y también mucho ánimo de recibirlos. Estamos en una reunión parecida.” Decidieron los miembros del recién llegado grupo retirarse, no sin antes pedir una disculpa por lo inapropiado de la introducción.

“Simpáticos son mis amigos asturianos,” dijo don José María, refiriéndose con un gesto a los recién partidos. “Hay varias ‘polas’ en Asturias. No sé si me acuerde de todas: Pola de Villaviciosa, Pola de Laviana, de Lena, de Somiedo... Creo que me falta alguna... Pero bueno, regresemos al asunto de nuestra reunión. Creo que todos entendimos que Ud., Srita Paz del Noble, es de México. ¿Nos podrían decir ustedes que ya hablaron, todos poblanos, el nombre completo de su ciudad de origen?”

“Puebla de Zaragoza,” por supuesto, dijo Juliana, aunque a los poblanos nos gusta llamarle por su nombre antiguo de “Puebla de los Ángeles”.

“Puebla de los Ángeles, aunque también se le llamó alguna vez Puebla de los Pardos,” dijo Alma del Santo. “Se le llamó “de los Pardos” pues en tiempo de la colonia se enviaron allí a los mulatos y negros de Cartago. La ciudad se fundó un poco después de 1650”.

“Perdonará usted que la contradiga, pero en Puebla no ha habido nunca ninguna población grande de negros o mulatos. Que yo sepa, nunca ha tenido nuestra ciudad el nombre ‘de los Pardos’. Y tampoco recuerdo que exista la ciudad de Cartago en la cercanía de Puebla,” contestó Juliana.

“Estoy hablando de Costa Rica,” dijo Alma.

“Yo también soy poblano, pero de La Puebla de Albortón, en Zaragoza, y por supuesto, en España”, agregó José Manuel Cedros”.

Se levantó de su asiento un distinguido caballero, quien aunque sentado muy cerca de don José María, exclamó con voz fuerte y acompasada para que todos los presentes le escuchasen, “Soy Andrés Saltines, y vengo representando a La Puebla de Cazalla, en la muy andaluza y alegre provincia de Sevilla, en España.” Su acento andaluz era innegable. “Aunque agradezco sus gentilezas, yo quisiera pedirle, señor don José María, que nos aclare la razón de esta reunión, que aún no me ha quedado clara”.

Contestó entonces el castellano don José María, “Soy la única persona en este comedor que no ha nacido en ‘Puebla’ o en ‘La Puebla’. Soy orgullosamente paisa y he vivido toda mi vida en Manizales. Son ustedes participantes del Proyecto Puebla, que en un rato más les explicaré. Pero antes, quisiera yo saber si hay algún poblanchino aquí presente.”

Rápidamente levantaron la mano un par de los comensales, quienes uno tras otro se presentaron. El primero era un extremeño de recias facciones, “Rubén Guerra, para serviros, poblanchino, alcalde de Puebla de la Calzada, en Badajoz. Estáis invitados a la Fiesta del Emigrante, a mediados de agosto, festejo éste que nos distingue y que conmemora a tantos y tantos hijos de Extremadura que partieron a las Américas en aquellos tiempos”. Le siguió un paisano, “!A que no eres tú el único

extremeño en este sitio! Poblanchino soy, aunque también nos conocen como ‘zorros’, a los de Puebla de Sancho Pérez, también en Badajoz. Ahí, en ese bendito lugar, encontraréis, si nos visitan, una plaza de todos que es tan blanca en el color de sus viejos y muy venerados muros como lo es antigua en su edad, pues si no me equivoco, es la más antigua del mundo”.

“Pero no nos has dicho tu nombre,” le dijo su paisano Rubén.

“Enrique José Casones, siempre a vuestro servicio, y también al de mi pueblo, de donde he sido alcalde desde hace 18 años, pues aunque ya me canso un poco del ajetreo, sus tres mil quinientos habitantes siguen votando por mí”.

“Pues miren,  amigos todos,” interpeló entonces don José María, “tengo una considerable cantidad de dinero que nuestro benefactor--cuyo nombre callaré siguiendo sus estrictas órdenes--quiere repartir entre las cinco pueblas que más lo merezcan. Seré yo juez imparcial por no ser yo de ninguna de las pueblas.” Nuestros amigos poblanchinos ya nos dijeron algo por lo que consideran que su lugar de origen es especial. Quisiera invitar a los demás a que nos digan en unas pocas palabras la razón por la que considerarían a su puebla ser de las más relevantes”. Levantaron muchos la mano a un tiempo. “Empecemos por aquellos cuyo gentilicio no tenga nada que ver con la palabra “puebla”, en orden alfabético. Señorita Ramírez de Oz, por favor, empecemos con usted”, dijo don José María, viendo una lista que enfrente a su lugar a la mesa había colocado.

Exclamó la aludida: “Isabelina Ramírez de Oz, alfindeña, de La Puebla de Alfindén en Zaragoza, donde nuestras famosísimas y muy pintorescas rutas de senderismo os permitirán descansar, seguramente rejuvenecer algunos años, y respirar el muy puro y limpio aire de Aragón. Podemos usar el tesoro prometido por nuestro anfitrión para mejorar y ampliar nuestras rutas. Y si no saben cómo, yo os enseñaré a bailar una jotilla, que nadie la sabe bailar como nosotros.”

“Nenilla de la Fuente, de La Puebla del Río, en Sevilla.” Y echando una mirada como de reto a Isabelina, agregó, “Además de tener mi puesto en el municipio, soy bailaora profesional y ya tenéis mi invitación para acudir al más tradicional y auténtico de los tablaos. O me podéis visitar cuando bailemos en Sevilla también. Dicen que alguna vez nos llamanos gijarreros, por la cantidad inmensa de guijarros en el río, pero al no poder mis antepasados pronunciar tal palabreja, acabamos llamándonos cigarreros,” dijo la andaluza con la gracia característica que los que hablan castellano de Andalucía saben impartir a cualquier sentencia. “¡Y solo por esta historia, creo que La Puebla del Río merecería estar entre las más destacadas! ¡Y a nosotros nada de poblanos, ni poblanchines, ni pueblenses, ni pueblerinos!”, fue su argumento final.

Siguió un catalán: “Los masaluquenses venimos de Puebla de Masaluca (o Massaluca), en Tarragona, y os invito a visitarnos unos días después de la Semana Santa, en nuestra tradicional romería en la ermita de Berrús. Preguntar por Gaspar Nisquets, siempre a sus órdenes, en catalán y en castellano”.

“Nosotros somos moriscos”, dijo don Andrés Saltines, teniendo la palabra por segunda vez. “Cuenta la historia que los Duques de Osuna no obedecieron las órdenes de los Reyes Católicos de expulsar a los moros, y ¡pues ahí seguimos!”, dijo jocosamente el originario de La Puebla de Cazalla. “Antes de ir visitar a Nenilla en La Puebla del Río, será visita obligada en vuestro itinerario pasar la Semana Santa en La Puebla de la Cazalla, en donde veréis la más alegre y más andaluza celebración de la Semana Santa”.

“Los muleros o muleños somos de Puebla de Mula, en Murcia, y vuestro servidor tiene el nombre de Rafael Gavilán. Aclaro que aunque ya casi nadie usa el nombre completo de nuestra ciudad, pues la llaman más bien ‘Mula’, a secas, quisiéramos participar en el programa que el benefactor ha echado a rodar. Como concejal de mi pueblo, y en representación a sus casi quince mil muleños, así os lo digo, así lo sostengo y así lo afirmo. Nuestro castillo árabe merecerá siempre la atención de vuestra amable visita. Y también la de nuestro benefactor”, exclamó un hombre de unos sesenta años de gordas y rústicas manos.

“Pues veo hoy Extremadura está muy bien representada, pues los obandinos, de Puebla de Obando, también en Badajoz, estamos presentes. Pregunten ustedes por su segura servidora Charo Bangal, o por cualquier otro representante del Concejo Municipal cuando nos visiten. Celebraremos con todos nuestros visitantes a San Isidro, en una gran fiesta que dura tres días pero debería durar una semana entera, tan bonita y entretenida que es”.

Algunos otros comensales levantaron la mano, pero don José María cambió el rumbo de la conversación: “Gracias,” exclamó, “ahora pediré al único poblacho que tome la palabra”.

“Poblacho soy y siempre lo seré, sin duda, y natural de Puebla de Valles en Guadalajara, en el corazón de España. Tenemos un olivo milenario al lado de nuestra iglesia, la de San Miguel. Merece mucho la pena visitar el templo y admirar luego el antiquísimo árbol, compañero inseparable del pueblo y de su parroquia. Octavio Miradores, a sus órdenes, aunque opino que si los fondos disponibles son para engrandecer el patrimonio de las pueblas, deberíamos considerar un par de razones: una, que se debe ayudar a pueblos pequeños como el que yo represento, en el que no llegamos a los cien aldeanos. Es obvio que la puebla mexicana, con sus miles y millones de habitantes, no necesita ayuda de nadie. Y creo también que deberíamos inmediatamente eliminar a aquéllos cuyo gentilicio no tiene nada que ver con la palabra que hoy nos reúne. Es obvio que los alfindeños, los cigarreros, los moriscos y todos los demás decidieron ignorar la importancia de la palabra “puebla” y prefirieron adoptar el apellido de su pueblo como su gentilicio. En mi puebla tenemos más de mil años, como lo atestigua el árbol, de hablar con orgullo poblacho, refiriéndonos al nombre de nuestra pequeñísima población”.

Contestó rápido don Gaspar, el de Tarragona, “¡Muy estimado Sr. Miradores! Bien me ha parecido su discurso, aunque desgraciadamente enseña que las evidentes limitaciones en su apreciación de la justicia, su conocimiento de la historia y, ¿Por qué no decirlo?, su sentido común. Sepa usted, mi querido señor, que no siempre son los pobladores de un lugar quienes escogen su gentilicio. El que nos apoden masaluquenses nada tiene que ver con nuestro amor a la palabra ‘puebla’. Considere usted de dónde venimos y vea usted las diferencias en gentilicios, mismas que son dictadas por una diversidad muy grande de factores. ¿Por qué cree Ud. que a los de Valencia se les dice valencianos y a los de Palencia, palentinos? ¡Por las razones históricas! Remóntese Ud. a tiempos romanos. Quizás los distintos gentilicios surgen debido a la fuerza de la costumbre ¡Quizás por decreto¡ Y pregúntese usted también el porqué algunos gentilicios terminan en ‘eño’, como madrileño y brasileño, otros en ‘ero’ como habanero, otros en ‘és’, como francés, milanés, cordobés y cartaginés, otros más en ‘ano’, como valenciano, murciano y peruano, otros en “ense” y en “ence” como abulense y vascuence, otros más en ‘eco’ como checo, chiapaneco y mixteco y también en ‘eca’, como azteca, chichimeca tolteca. Y que no se me pasen otras terminaciones como filipino y vizcaíno, austriaco, eslavo y yugoslavo, catalán y alemán, maya y tarahumara, apache y comanche, flamenco e ibicenco, gallego, europeo y eritreo, nepalí, israelí y andalusí, israelita y menonita, español y mongol, bantú e hindú, andaluz, gaucho y maracucho, etíope, iscariote, paisa, corso y quién sabe cuántos más. Así es que de eso que usted dice, ¡nada!”

Iba ya a responder al insulto un ya sonrojado y afectado Miradores cuando lo cortó don José María. “Ya habló Ud., don Octavio, y le toca a los demás”.

“Pero a don Gaspar sí que le ha dejado Ud. explayarse en sus disparates. ¡Que no es justo, hombre!”, contestó con gran frustración Miradores.

“Pues lo siento, pero debemos seguir. Y francamente no vi nada de disparatado en lo que con mucha maestría enunció don Octavio,” dijo don José María. “Que tomen la palabra los poblanchos”. Aún más afectado quedóse Miradores, pero decidió conservar la calma.

“El nombre de nuestra parroquia, Santa María de la Quinta Angustia, es tan original como lo es el templo. Soy Maricarmen Sol, poblancha, de Puebla de don Rodrigo. Y si gustan les podría contar también la historia de don Rodrigo, que por algo lleva su nombre nuestro pueblo. Aclaro que también se nos puede llamar pueblanchos”.

“No es necesario, señorita, aunque mucho le agradezco la intención” exclamó don José María. “Pero creo que no hay más poblanchos, así es que pido que escuchemos ahora a los poblatanos”.

“Josep Segur i Rocafort, poblatano sin duda, de Puebla de Segur, famosa por la Peña de Sant Aventi. Aunque llevo el apellido del pueblo, aclaro que muchos de nosotros lo llevamos y aunque no seamos sino parientes muy lejanos”.

“María José Saret i Salás. Solo de escuchar el acento de Josep intelijo que es de Lérida.  Valenciana soy, de Puebla Larga, donde tenemos una antigua alquería y además podemos presumir que se encuentran vestigios de la Vía Augusta, que desde tiempos romanos nos cruza. Y seguimos siendo romanos todos nosotros. Como historiadora, os puedo asegurar que los valencianos, catalanes, castellanos, asturianos, gallegos y portugueses, montañeses, aragoneses, vascos, andaluces, extremeños y todos los demás cuyo origen olvido seguimos el modelo romano en nuestras costumbres, nuestra arquitectura y personalidad. Y así lo son también todos los países latinoamericanos.”

“Gracias por el editorial histórico, Sra. Saret i Salas, pero mucho me temo que debemos proseguir. ¡Que hablen los poblatos!”, dijo don José María.

“Sancho Rodríguez Calvo, específicamente de la Puebla del Príncipe, en esa ilustrísima provincia cuyos tortuosos caminos vieran cabalgar hace varios siglos a don Quijote de la Mancha, caballero por excelencia. Tenemos un castillo cuya majestuosidad rivaliza a

cualquier otro”.

“Desde Puebla de don Fadrique he venido y agradezco su atención,” dijo una muy joven comensal. Aurelia Morera, y podéis decirme poblata o poblense, que igual entiendo. Nosotros, los andaluces de Granada, tenemos historia. Don Fadrique fue maestre de la orden de Santiago y a

él le debemos el nombre de mi pueblo desde el siglo XIV.”

“¡Don José María!”, escuchose se una ronca voz cerca de la cabecera opuesta a la del organizador de la cena, “dijo usted que había dos razones por las que nos había congregado. Una es la repartición de los fondos entre las pueblas más distinguidas. La otra no ha tenido usted a bien el mencionarla, lo que me parece más que notable.

¿Para qué seguir hablando si no sabemos ni a dónde vamos? A propósito, me presento a todos. Soy Julio Salvadores, de Puebla del Salvador, puebleño orgulloso, de la muy notable e incomparable provincia de Cuenca y promotor incansable de nuestra iglesia, que está dedicada a Santa Quiteria, virgen del siglo II, una de nueve

hijas que de un solo parto tuvo Calcia. No creo que muchos de aquí hayan oído escuchar de esta venerable santa”. La voz pertenecía a un hombre de unos cincuenta años, calvo, con mucha personalidad e innegable y señalado carisma.

“Pues don Julio,” contestó don José María, “lejos de molestarme su interrupción, se la agradezco y aprovecho para contestarle su amable pesquisa acerca de la naturaleza de esta reunión. La segunda encomienda proviene de la Real Academia.

En su afán por unificar nuestro excelso idioma, desean algunos de sus académicos el regularizar algunas características del castellano. Queremos que todos los habitantes de las pueblas tengan el mismo gentilicio. Igual queremos hacer con las polas. Así como todos nacidos en Córdoba, ya sea en la andaluza, la argentina, la veracruzana, el departamento colombiano que lleva ese nombre o cualquiera de las otras son siempre ‘cordobeses’, así queremos que ustedes lleven el mismo nombre. Fíjese cómo no existen los cordobenses, ni los cordobeños, ni los cordobíes, ni los cordoberos, y menos los cordobianos. La adopción de un gentilicio común es requisito para otorgar el incentivo económico a las cinco más destacadas pueblas y además, si todos ustedes se ponen de acuerdo en un único gentilicio, se les dará un premio también importante a todas las pueblas aquí reunidas”.

La respuesta no se hizo esperar.

“Ivón Pietendido, puebleña, de Puebla del Maestre, en Badajoz. Fue nuestra puebla fundada por el Maestre de la Orden de Santiago, don Alonso de Cárdenas. Pero permítame Ud. preguntarle, don José María, ¿A qué tipo de premio importante se refiere Ud.?”

“El benefactor me ha dado permiso de ofrecer 20 mil euros al gobierno de cada una de las pueblas si todas ellas adoptan un gentilicio único, Srita. Pretendido”.

“Mi apellido es Pietendido, don José María. Pero bueno, estoy acostumbrada a su atropellamiento, y Ud. no se preocupe para nada por su confusión. Y yo opino que todos debemos ser puebleños.”

“Eso diría yo también. Soy Jorge Durán y Durán, alcalde de Puebla de Guzmán, en Huelva.”

“Y yo también, pero me presento, si ustedes amablemente me lo permitieran. Soy la alcaldesa de Puebla de Almenara, en Cuenca. Nuestro famosísimo castillo es mejor que cualquiera. Su nombre en árabe significa 'donde hay luz'", aseveró una carismática dama. 

Inmediatamente hablaron otros, apoyando la moción parlamentaria. “Yo vengo de Puebla de los Infantes, en Sevilla, y ahí tenemos un castillo gótico-mudéjar, de origen berebere. ¡Incomparable, por cierto! Apoyo el gentilicio ‘puebleño’, y a propósito, me llamo Pepito González”.

Una guapa y distinguida mujer de cabello negro y de unos 35 años exclamó, “No lo pensemos mucho, que el mote de “puebleño” es sin duda el mejor. Soy concejal en Puebla de la Reina, también en Badajoz. También nos dicen jareños, pero puebleño suena muy bien, y creo que estaríamos dispuestos a olvidar ese otro mote.”

“Pues desde Galicia vengo, manda menos que de Puebla de Caramiña, y tengo una sola pregunta a quienes han propuesto la adopción de un gentilicio común: ¿Cuál es vuestro gentilicio? ¿Puebleño? No me tienen ni que contestar pues creo que es obvio. ¡Qué falta de ética es el no reconocer cuando se presenta un conflicto de interés! Como a vosotros no les afectaría la adopción de un gentilicio que ya poseen, os empeñáis en hostigar a los demás. Nosotros somos pueblenses y aquí proclamo que la Torre de Xunqueiras es lo mejor que tenemos en Galicia, España, Portugal, y el resto del mundo. Y creo que debemos diseñar un buen sistema para la elección de nuestro gentilicio. Quizás deberíamos encargarle tal encomienda a algún estudioso del castellano y del latín, para que esa persona decida cuál de los gentilicios es el más apropiado para el nombre de nuestras respectivas pueblas. He dicho, y me llamo Queta Riñeiro, a vuestras órdenes.”

Pronunció su dictamen la mexicana Juliana Paz del Noble: “Puebla, México, es la más grande de las pueblas. El gentilicio se aplica a nuestra gran ciudad y también al magnífico estado (o provincia, como le llaman los españoles) y no concibo razón alguna por la que se tengan que cambiar de gentilicio los cuatro millones de personas que viven en la capital y en el estado que llevan nuestro nombre. Sería más fácil que unos cuantos miles de los que aún no son poblanos trocaran su gentilicio al que ya posee una muy vasta mayoría de los nacidos en una puebla”.

Se escuchó una voz nueva como respuesta. “Pero solo he escuchado a tres o cuatro poblanos a la mesa, y no veo ningún estatuto donde se haya estipulado que el tamaño de las poblaciones tenga nada que ver. Lo justo es que a cada comensal se le dé su plato y sus cubiertos. Y creo que encontraremos aquí reunidos a varios pueblanos. Yo soy uno de ellos y me llamo Roberto Pompiña. Vengo de Teruel, de La Puebla de Híjar, en la tradicional Ruta del Tambor y el Bombo. Los tambores empiezan a tocar a la medianoche del Jueves Santo y no paran hasta el Sábado de Gloria. Somos apenas mil habitantes en La Puebla, pero vaya que sabemos hacer ruido. Ya sospecharéis cuál es mi voto, y vaya que voy a hacer ruido si no me hacéis caso”.

“Procedo de la provincia de Toledo, de la Puebla de Montalbán, y soy también pueblana, aunque también suelen llamarnos puebleños. Leticia Lunares es mi nombre y soy alcaldesa de este bellísimo rincón adornado por una plaza típica castellana, con su indispensable pórtico que no falla nunca en proporcionar una agradable sombra en los días calurosos que en el estío tenemos por allá”, concluyó la joven toledana.

“Santiago Pérez y Pérez, de oficio historiador de mi querida provincia soriana y además, pueblano, por ser natural de la extraordinariamente notable Puebla de Eca. Encontraréis ahí un magnífico rollo y los restos de un castillo. Hablando de rutas, somos nosotros visita obligada en la Ruta de Villas de Rollos de Soria. Sé que cerca de Población hay más de un pueblo con sus tradicionales rollos, mismos que me gustaría conocer aprovechando esta visita. Yo agradezco que se respete el derecho a voto, y no me avergonzaré nunca de anunciar que siendo apenas diez los habitantes de mi entrañable pueblo, hoy que por allá no me encuentro, su población a descendido en un notable diez por ciento”.

Rieron varios ante el ingenioso comentario de Santiago, a quien contestó don José María, “Le agradezco su interés por esos históricos rollos. Pero sigamos adelante. “Dígame usted, señor”, dijole entonces a un hombre de edad madura sentado al otro extremo de la larga mesa.

“Aunque en valenciano habrá quien diga que vengo de la Pobla de Benifasar, hoy hablo con vosotros en castellano y afirmo que también son pueblano. Somo muchos los pueblanos y propongo que se adopte el nuestro como el gentilicio de todos. Es, sin duda, el más fiel a la palabra ‘puebla’. ¿No es así? Cualquiera que sepa un poco de latín estará de acuerdo con nosotros”.

Tres o cuatro cabezas asintieron. “¿Creo que también tenemos a alguien de Madrid?”, preguntó don José María. 

“Represento a Puebla de la Sierra, de la provincia que usted menciona. Soy Enrique Valencia, madrileño de nacimiento pero pueblero por adopción. Ahí contraje matrimonio, ahí vivo y puebleros mis hijos son”.

“Pues a mí”, dijo acaloradamente la extremeña Charo Bangal, “esto de unificarnos, más me parece que nos va a dividir. Y después de nosotros, don José María, ¿Va usted también a reunirse con los de todos los pueblos cuyo nombre sea San Pedro, San Antonio, Santiago, Santo Domingo y San Martín? Y vaya que hay santos cuyos nombres se han usado para bautizar pueblos. ¿Cuándo piensa terminar esta tarea?”

“Le aseguro que esta idea es solo para las pueblas y las polas, Srita. Bangal”, contestó don José María”, en tono sobrio.

Se escuchó en ese momento otra observación: “Quisiera apuntar a nuestro estimable y atento anfitrión que hace un rato pidió que tomásemos la palabra quienes no llevásemos un gentilicio alusivo al sustantivo puebla. Espero que no se haya olvidado al menos una persona, que soy yo. Os podéis referir a mí con el gentilicio 'rotense', por ser vecino de La Puebla de la Roda, en Huesca. Tenemos ahí un puente medieval de tres ojos que vale mucho la pena de ser visitado. Fernando Fernández, a los pies de vuestras mercedes.”

“Gracias, don Fernando, por corregir esta omisión de mi parte, por la que evidentemente debo disculparme”, exclamó don José María. “Su amable apunte me hace recordar que hay más invitados a esta mesa quienes portan un gentilicio no relacionado con la palabra 'puebla' a los que deseo darles la palabra,” contestó, siempre cortés don José María mientras revisaba sus apuntes.

“Agradeciéndole sus atenciones, don José María, permítame Ud. así hacerlo. Sanabreses somos, zamoranos de alcurnia, y dispuestos a emprender el Camino a Santiago, que nos atraviesa al pie del grandioso castillo de los Condes de Benavente. Mi nombre completo es Sara Mariana Sanabria Sarabia, y si mi nombre os pareciera un trabalenguas, os ruego que se lo echéis en cara a mis viejos padres cuando nos visitéis en Puebla de Sanabria, que al cabo fueron ellos quienes decidieron primeramente casarse y luego bautizarme con este nombre que nadie jamás ha logrado pronunciar sin trastabillar un poco”. Más de uno de los comensales rió al escuchar a Sara.

“Me habéis pillado por sorpresa, pues no sabría explicar con exactitud el origen de mi gentilicio, ‘torresnero’, que corresponde a los que hemos tenido la fortuna de nacer en Puebla de Azaba, en Salamanca, donde funjo de alcaldesa. Pero dígame usted, don José María, si tal información es necesaria, que en un momento puedo llamar a los ancianos de mi querido pueblo para preguntarles. Me llamo Agustín de Castro y a vuestras órdenes me pongo, de todo corazón”.

Contestó don José María, “Gracias, don Agustín, pero no será necesario. Cada una de las pueblas aquí representadas tiene algo que ofrecer, ¿no es cierto? Pido a quienes no han tenido la oportunidad de expresar su opinión que lo hagan en este momento, que debemos cerrar esta junta ya pronto y dar la bienvenida a los asturianos de las polas.” Se escucharon entonces los siguientes comentarios: “Puebla de la Parrilla es distinta que todas las demás por su edad, pues fue fundada en 1978 en la provincia de Córdoba, en España. Aunque apenas vamos por nuestros primeros cincuenta, no por eso desmerecemos en nada. Somos una villa moderna, muy bien planeada, con todos los servicios y comodidades”.

“El castillo de la Pobla de Lillet está en excelente estado. Es una joya de la provincia de Barcelona”, agregó con el elegante acento de los catalanes el representante de esa villa.

“La Pola de Lillo, como le llaman algunos leoneses, es ejemplo vivo de la trashumancia. Veo al observar vuestros semblantes que algunos de vosotros no conocéis este término, que tiene que ver con el traslado de ganado de un pastizal a otro según la estación del año,” comentó el interpelado.

“En Puebla Tornesa, el paso del meridiano de Greenwich está claramente marcado en un cerro a cuyo costado descansa la población”, dijo una mujer

valenciana que representaba a los casi mil habitantes de tal pueblo, “y tenemos el raro gentilicio de ‘poblatí’, mismo que no creo que nunca hemos de cambiar”.

“A los habitantes de Puebla de Trives, enclavado en la muy gallega provincia de Orense, se nos llama tiburos, atendiendo a los dictámenes de la historia, pues así se llamaban sus antiguos habitantes. Y propongo que todos los que nacimos en alguna puebla nos llamemos tiburos”. El comentario, dicho con mucha gracia, y con un evidente afán de relajar el ambiente, produjo varias risas, nutridas por cierto, en el peculiar y tan ecléctico grupo allí reunido.

Y por fin dijo don José María, “Tal y como les decía, estimados señores, casi es hora ya de terminar nuestra sesión. ‘Pola’ quiere decir puebla, pero decidimos no incluirlos en este grupo y limitar la membresía del mismo a aquellas localidades que usaran en su nombre la palabra “puebla”, aunque algunos de los presentes le llamen también “pobra” (en gallego) y “pobla” en valenciano y catalán. Y se me pasaba mencionar que el representante pobrense, de la Puebla del Brollón, también en Galicia, no ha podido acudir a esta cita por haberse enfermado, aunque no de ninguna gravedad, de último momento”.

Con excepción de uno solo, todos los comensales habían tenido ya sea la oportunidad de externar su opinión. Pocos habían notado al que faltaba, y algunos lo habían inclusive descontado, quizás por su edad o por su estatura. El hombre parecía pasar de los setenta y cinco y no parecía medir más de un metro y medio. Muy delgado, de rostro moreno, enjuto y moreno, con bastante pelo, y con una boina que muy bien le sentaba, a punto parecía estar de hacer un pronunciamiento. Sin embargo, el sevillano Pepito González, de Puebla de los Infantes, exclamó, “¿Nos va usted a decir, don José María, si ya ha escogido usted las cinco pueblas que recibirán el premio? ¿Y qué nuevo gentilicio como vamos a utilizar?”

“¿Pero quién ha dicho que todos estamos de acuerdo en adoptar un nuevo gentilicio? Yo no creo que los habitantes de mi puebla estarían dispuestos a olvidar su gentilicio por la cantidad mencionada,” ofreció la pueblana (o puebleña) Leticia Lunares.

“Y para nosotros, el dejar de llamarnos tiburos sería una terrible afrenta,” agregó el comensal de Orense, ahora muy en serio.

“Y los torresneros seremos siempre torresneros, aunque algún día, por alguna loca e irrazonable disposición, se nos llamase poblatos, puebleños, o poblatíes. ¿No se han percatado que el que a uno le digan de una forma u otra puede ser al mismo tiempo un comentario digno de admiración y orgullo para unos pero también ofensivo para otros?”, dijo el de Puebla de Azaba.

“Y yo les puedo decir que aunque su servidora llevara la propuesta de cambiar el gentilicio a los poblanos de México, no podría yo garantizar en nada el que fuese aprobada. Las ruedas del gobierno se mueven en forma muy lenta en una metrópolis tan agigantada como la capital poblana”.

“Todo esto estoy tomando en cuenta,” contestó don José María, “y he tenido el cuidado de escuchar de todos ustedes lo que había que escuchar. ¿Qué les parece si nos volvemos a reunir hoy por la tarde, para entonces darles el veredicto?”

Desde el otro extremo de la mesa se oyó una voz tenue y un poco cascada. Aunque una mano estaba levantada, apenas era visible dada la corta estatura de su dueño: “¡Don José María! ¡Don José María!”

El anfitrión, visiblemente turbado al percatarse que uno de sus invitados había sido ignorado, exclamó: “Le ofrezco una sincera disculpa. Usted no ha tenido la oportunidad de hablar el día de hoy y nos ha escuchado a todos pacientemente. Le suplico que perdone mi falta de educación y esta terrible omisión de la que soy culpable. He faltado a los principios de la hospitalidad paisa. Adelante, que soy todo oídos y sé que lo serán los demás”.

“Soy Augusto Villalobos y vengo desde Salamanca, en representación de los 45 habitantes de Puebla de San Medel. Le agradezco mucho la gentileza de haberme traído hasta acá y también la de darme la palabra. Es un placer estar aquí con vosotros. Creo que puedo definir quién soy con tres calificativos: en primer lugar, vengo de una de las más pequeñas de las pueblas, en segundo lugar, a mis 93 años y medio soy, sin duda, el más viejo de este distinguido y tan ecléctico grupo y por último, soy quien tiene la voz más débil, así es que mucho les agradezco su atención. Quisiera levantarme para expresar mi opinión como todos lo han hecho, pero mucho trabajo me costaría el lograrlo. En las juntas del ayuntamiento del pueblo, del que he sido alcalde por más de 61 años, ya se acostumbraron todos a que yo no me levante de mi asiento. Pero no quiero que se me acuse de hablar sin sentido, cosa que es típica en los poco contemporáneos míos que aún viven. Así es que os diré lo que debo deciros. Ni una palabra de más y una de menos. Y lo que no deba deciros, no se los diré. Y por favor no me diga nadie don Augusto, que en el pueblo solo el cura y el maestro reciben este título. A mí me conocen como el Señor Augusto y con eso basta”.

“Prosiga, Señor Augusto, que lo escuchamos”, dijo el anfitrión.

“Con todo respeto, les ofrezco mi humilde opinión, que es dictada por la experiencia que me dan mis muchos años y por la poca sabiduría que pude haber adquirido década, tras década, tras década. Quiero pensar que algunos viejos pero muy exactos refranes deben ser considerados por usted, estimado señor don José María, y por su anónimo y seguramente muy distinguido, generoso y tan notable benefactor”. 

La atención de todos los presentes estaba centrada en el indudablemente carismático y obsequioso Señor Augusto, quien prosiguió su carismático discurso, "Uno de ellos, nos dice magistralmente que ‘no hay hijo feo’ y también, ‘¿Qué tiene mi hijo feo, que no lo veo? Pocos son los padres que perciben la fealdad o maldad de ninguno de sus hijos. Cegados por el amor, afirman que sus críos son siempre los mejores, más bonitos e inteligentes, aunque no lo fueran. Si nuestro benefactor ama a las pueblas, ¿Para qué escoger entre ellas? ¿Para qué preguntarnos? No he conocido nunca a nadie que en presencia de forasteros, diga algo malo de su pueblo. Recuerde usted, querido anfitrión, el antiguo dicho que reza ‘El mejor pueblo es el de uno mismo’, con el que siempre contesto cuando vecinos de los pueblos vecinos me preguntan que si objetivamente considero que Puebla de San Medel es mejor lugar para vivir que el de ellos”.

Hizo una pausa el Señor Augusto, en la que todos guardaron un respetuoso silencio. En los rostros de los asistentes se leía un gran interés y admiración por la elocuencia de quien hablaba. 

¡Pero, que vengan más refranes!”, dijo el Señor Augusto.Uno que utilizo para justificar el uso de los mismos es que 'Todos los refranes son ciertos', y con el que firmemente comulgo. Viene también a cuenta el antiquísimo pero muy cierto adagio “Ver para creer”. En lugar de preguntarnos acerca de los innegables y acrecentados encantos de nuestros pueblos, creo que usted, amigo José María, muy bien haría en visitar todas las pueblas. Y nunca para decidir quiénes serán los cinco ganadores, pues a eso yo me opongo, sino para poder disfrutar de la hospitalidad que todos le sabremos prodigar. Ande usted de un extremo a otro de la antigua Iberia y emprenda el vuelo a Costa Rica y al pie de los volcanes mexicanos. Y busque usted algunas otras pueblas en la península, en las Américas y en las filipinas, que nadie sabe si se le pueda haber pasado alguna.

Pero hay otro dicho popular que quisiera que usted le comunicase, con todo respeto que él siempre ha de merecer, a nuestro amable benefactor: “Es de sabios cambiar de opinión”. Si el benefactor desea regalar 20,000 euros a cada puebla, hágalo, que bien recibidos serán, pero sin pedirnos que adoptemos un único gentilicio. Y mucho me extraña que la Real Academia apoye este descabellado proyecto--con perdón sea dicho--en el que se le robaría (o cuando en menos, se le intentaría robar) a muchos de los nacidos en estos distinguidos lugares llamados 'Puebla', parte de su identidad. No siempre son efectivos los decretos y no siempre está dispuesto el pueblo a acatar órdenes arbitrarias de sus gobernantes. ¿Pues qué no dice algún otro refrán que ‘No hagas leyes que no puedas hacer cumplir’? Y no solo eso, ¿sino también, ‘Hecha la ley, hecha la trampa’? Usted verá que en el momento en que la Real Academia dijera que los poblatos son ahora poblanchines, o viceversa, los afectados verían la forma de evadir tan draconiana disposición. “¿Y por qué no recordar aquél que dice ‘Costumbres hacen leyes’? Ya lo dijo el elocuente amigo hace rato, refiriéndose a la forma en que cada pueblo recibe su gentilicio.

Por lo que he oído, y también sin el menor ánimo de ofender, diré que veo a muchos de los presentes que estarían dispuestos a seguir el adagio que dice, ‘Hágase la ley en los bueyes de mi compadre’. Ellos estarían más que dispuestos a hacer a otros cambiar su gentilicio con tal de que el propio quedase intacto. Y no le vayan a decir a usted, a la Real Academia, y menos a nuestro querido benefactor aquello de que ‘Las leyes implanta quien más las quebranta’, pues de muchos son conocidos los errores que al paso de los siglos ha cometido tan distinguido cuerpo académico.

¿Por qué no dejar las cosas como están? ¡Que la Academia estudie y aprecie la riqueza de nuestro idioma, mismo que permite contar esta bellísima plétora de gentilicios! ¿Por qué negar a la historia, a la tradición y a la conveniencia de una sociedad la oportunidad de decidir cómo llamarse? ¿Dónde van a parar? ¿Qué van a hacer con las Córdobas escritas con ‘b’ y las Córdovas con la ‘v’ labiodental? Celebremos la riqueza del inmortal idioma castellano en lugar de minarla y maniatarla con miopes y arbitrarias reglas. Me remito otra vez a mis queridos refranes: ‘Escucha consejo y llegarás a viejo”, así es que escuche usted las palabras de este veterano que tiene el muy raro e inmerecido honor de dirigirle a usted la palabra. No por nada se dice que ‘Más sabe el diablo por viejo que por diablo.

Nadie osaba interrumpir el animado y muy elocuente soliloquio del Señor Augusto, quien muy al estilo de Sancho Panza, salpicaba sus palabras con sus muy apropiados y simpáticos refranes, había capturado con su débil voz y diminuta estatura aunque grandísima presencia, la atención de todos los presentes.

Prosiguió su discurso el Señor Augusto. “Y le digo lo que en Salamanca se dice, y sin la más mínima intención de ofender a nadie: ‘Mucha ciencia es locura, si buen seso no la cura’. Lo invito, amigo José María, a ‘Salir por la puerta grande’, frasecilla que aunque muy aplicable a los toros, en Salamanca se pronuncia cuando un estudiante termina su tesis en nuestra ínclita universidad. También recuerde que ‘A mucho viento, poca vela’, refrán que aconseja obrar con prudencia, aunque en nuestro caso más pareciera que los que están haciendo soplar el viento donde no debería haberlo serían los propios académicos”.

Parecía haber terminado el sermón del Señor Augusto, y a punto estaban algunos de decir algo, pero el viejo salmantino continuo en la muy fluida, elegante y persuasiva manera que caracterizaba su muy eficaz forma de expresarse: ‘Aunque mis amigos dicen que me ha entrado la manía de inyectar refranes a diestra y siniestra mientras hablo, cosa que en la que creo que no se equivocan, no olvide usted, estimado y respetado señor, aquello de que ‘Cien refranes, Cien verdades’, ni lo otro de que ‘En las penas y afanes, consulta los refranes’. Así es que le diré ahora lo que voy a hacer, y quizás me faltará sabiduría, pero en mi convicción jamás he de flaquear.

A propósito, y como les mencionaba con anterioridad, creo que faltaron algunos invitados como Puebla de Beleña, en Guadalajara y que también tiene unos cincuenta habitantes, de la Puebla de Labarca, en Álava y la de Rocamora, en Alicante. Aunque muy hermanados estamos todos por la coincidencia de venir de alguna de las pueblas, nosotros, los cuarenta y cinco habitantes de la de San Medel, no cambiaremos ni nuestro gentilicio ni nos interesaría competir en su concurso. Y si nos niega la dádiva, pues seguimos adelante, que nunca fue nuestra. Ya ve usted que, ‘Agua pasada no mueve molino’, e inútil sería lamentarse de no recibir algo que nunca se esperó. Y también viene a cuento lo de ‘A lo hecho, pecho’, si es que usted favorece a otros hijos de las pueblas y no a nosotros. Agradezco de corazón su innegable su interés en promover a Puebla y sobretodo, que me haya ustede otorgado el inolvidable privilegio de pronunicar mi discurso

Mas, si de verdad desea usted ser generoso, pues hágalo de forma que no se favorezca a nadie en forma desmedida. Recordemos aquello de que ‘O todos hijos o todos entenados’, o aquel otro dicho de que ‘O todos coludos o todos rabones’? Reparta usted la fortuna prometida en partes iguales, y ¡sanseacabó! No quisiera cerrar sin antes no afirmar que ‘En cada legua hay un pedazo de buen camino’, y que así lo veo de su iniciativa. Algo rescatable veo en sus ideas, y aunque poco comulgo con las mismas, sí me entusiasmo ante el prospecto de impulsar a todas las pueblas. Y si así lo desea, también a las polas, que al fin y al cabo, si no fuésemos hermanos, quizás seríamos primos, pues ya ve usted que el puente que separa el melodioso bable del castellano no es de gran longitud. Aplaudo al benefactor por querer invertir su dinero en algo que seguramente será provechoso para muchos. Y ya que he enhilado tantos y tantos refranes, y por admirar a Sancho Panza y a don Quijote, quienes muy bien los decían, le cito un par de los que de boca de estos fabulosos personajes se escucharon y que mucho tienen que ver con sus propuestas. Bien dijo Sancho que ‘Por su mal le nacieron alas a las hormigas’, y en nuestro caso, las hormigas son las pueblas y sus habitantes que llevan felizmente su vida cotidiana, mientras que las alas son estas competiciones y propuestas de unificación del gentilicio a las que usted alude. Y también sentenció el ingenioso escudero, ‘Mejor no menear el arroz aunque se pegue’, así es que su servidor no meneará ningún arroz para nada. Y ahora sí cierro, que me imagino que más de uno de vosotros puede ya decir que mucho parezco a Sancho, quien bien dijo saber más refranes que un libro. Gracias, don José María, por permitirme tener el lujo de expresar mi humilde y desinteresada opinión”.

En silencio fueron inicialmente recibidas por todos los presentes las palabras del muy expresivo Señor Augusto. Alguien ofreció un aplauso, y enseguida, los invitados de don José María unieron sus palmas como homenaje al veterano alcalde salmantino.

Tomó entonces la palabra el anfitrión: “Estimados invitados, con esas palabras cerramos nuestra sesión. La cita es para esta noche, y prometo traerles noticias agradables. Gracias y buenas tardes”.

Se dispersó el grupo no sin que antes algunos de los poblanos, puebleños, pueblenses, poblanchines, pobleros y demás invitados fuesen a felicitar a don Augusto por su fluidez al hablar. Se escucharon también comentarios negativos por varios inconformes cuando abandonaban el salón donde se encontraban, “Si no quiere el dinero, que lo diga, pero que nos deje a los demás competir, que mucho tenemos que ofrecer en mi puebla”, y “Más convincentes suenan 20,000 euros que todos los refranes del tal Señor Augusto y de Sancho Panza”. También se escuchó a más de un grupo expresar sus apreciación por el discurso del Señor Augusto: “Vaya que tiene sabiduría el salmantino”, “Qué forma de enhebrar los viejos dichos. Lo hubiese podido escuchar toda la tarde”.

El grupo se congregó puntualmente para la sesión vespertina, en la que don José María abrió la sesión: “Buenas noches a todos y espero que hayan pasado una...”

El comentario fue bruscamente interrumpido por el muleño Rafael Gavilán, quien con acompasada y rítmica voz exclamó, “Don José María, ¿Quién es usted? Tuve a bien revisar la lista de académicos de nuestra Real Academia Española y su nombre no aparece entre los de los 46 académicos numerarios de la actualidad. Ni tampoco aparece usted en la rama colombiana de tan digna institución. Encontré sí, a José María de Pereda, de Santander, quien tuviera distinguida trayectoria literaria y

que sirviera en la Academia a finales de siglo. Pero, señor mío, me refiero al año 1897, en las postrimerías del siglo XIX. A menos que usted haya vivido más años que don Augusto--y dicho sea con todo respeto y admiración para el decano de los aquí presentes--no creo que se trate del mismo académico a quien el imperecedero don Benito Pérez Galdós diera la bienvenida a la Real Academia en aquellos muy lejanos entonces. El gran Pereda, cántabro de nacimiento y célebre para siempre, murió en 1906. Le repito, ¿Quién es usted y de qué se trata esta reunión?”

Se dejó escuchar un murmullo en la concurrencia.

La respuesta del anfitrión no se hizo esperar: “Me llamo José María de Pereda, como mi bisabuelo, aunque mi segundo apellido es Puebla y el de mi célebre antepasado, como usted bien sabe, era Sánchez Porrúa. Así es que esa parte de la historia que les he contado es cierta, y concuerdo con el Señor Augusto en que si En cada legua hay un pedazo de buen camino, así mismo, ciertas partes de mi historia son también verdaderas. No soy cántabro como mi abuelo. Mi abuelo pasó a Colombia y casó con mi madre, paisa de cepa. Gracias a las bondades del café colombiano, he tenido fortuna en esta vida y el caudal que acumulo me da lo suficiente para vivir bien, estudiar nuestro precioso idioma castellano, leer a Cervantes y también libros de mi bisabuelo y sus contemporáneos, y después de eso, regalarlo a causas nobles.

Ha sido un placer financiar sus respectivos viajes desde la Madre Patria, México y la cercana Costa Rica. Gracias por aceptar mi invitación, que aunque un poco enigmática, fue hecha de corazón y con el ánimo sincero de ayudar. Me disculpo por la cualquier confusión que haya habido y les agradezco a todos sus opiniones acerca de cómo repartir el dinero del filántropo cuyo nombre no ha sido revelado, aunque ya es hora de hacerlo.

Quizás habrán adivinado algunos ustedes que el benefactor no es otro más que su servidor.  ¡Es mi más ferviente deseo el ayudarlos!”

La concurrencia guardaba un muy respetuoso silencio y todos parecían estar muy interesados en el discurso de don José María.

“¿Cuál es la razón por mi interés en las pueblas? Algo tiene que ver que Puebla sea mi apellido materno. Alguien dijo que hace varias generaciones. aquí en Manizales, el apellido era ‘de la Puebla’, pero luego, seguramente por economizar y simplificarlo, acabó en lo que hoy es. Mucho tuvo que ver mi fascinación con el fenómeno de los gentilicios y la riqueza que tiene nuestro bellísimo idioma castellano en ese aspecto. Siempre me ha llamado mucho la atención la diferencia en la forma en que los ciudadanos del mundo nos referimos a nosotros mismos. Así, quien proviene de Puebla de Valles es poblacho y nada más, o ¡que me desmienta el Sr. Miradores! Pero los de Puebla de Prior, también en Badajoz, y cuyo representante no pudo estar con nosotros, son porretos y nunca otra cosa.

Así son las cosas en la vasta mayoría de los pueblos y ciudades que yo en mis viajes he visitado. Sin embargo, aquí en la región paisa de Colombia, las costumbres son diferentes. La región, hoy día, incluye el famoso Eje Cafetero, con las provincias de Antioquia, Caldas, Risaralda, Quindío y según dicen algunos, partes de Tolima y del Valle del Cauca. Al preguntarle a alguien de Medellín, capital de Antioquia, por su gentilicio, casi nunca dirá que es medellinense, ni medellinero ni nada por el estilo. Les comento que es probable muchos de mis conciudadanos ni siquiera sepan cuál es el gentilicio correcto. Tampoco dirán que son antioqueños. Le contestarán, con orgullo, que primeramente, son paisas. Y así los de Manizales y los otros rincones de esta fascinante región, quienes son, también, paisas ante nada.

Aclaro que no es este un fenómeno colombiano, sino estrictamente paisa, pues en el resto de mi querido país la gente sí se identifica primero con su pueblo o ciudad de nacimiento y quizás luego con la región.

   A diferencia de mi bisabuelo, yo no tengo que ver con las reales academias, ni la española ni la colombiana, aunque el serlo sería un sueño que veo inalcanzable. Perdón les pido por la farsa que personifiqué.

En las pocas horas que han separado nuestra reunión matutina de la presente, he cavilado. He reflexionado mucho sobre esta aventura a la que los he invitado a participar. Mi plan original era el seguir un sistema democrático y que fuese la mayoría de votos lo que decidiera cómo repartir los fondos. Pero son demasiadas las preguntas y muy complejo el sistema que yo imagino. Imaginaba yo, hasta antes de reunirme con ustedes esta mañana que quizás se podrían pedir votos para dilucidar los siguientes dilemas:

Veamos, preguntó, ¿Cuántos de ustedes creen que debemos utilizar un único gentilicio para todas las pueblas?” Ninguna mano se levantó.

Un poco perplejo, don José María dijo: “Hagan el favor levantar la mano quienes crean que se debe usar un único gentilicio que se escogería de acuerdo a algún método todavía no resuelto.”

   Nadie contestó.

“Pues ahora,” dijo el anfitrión, “levanten la mano quienes piensen que no debemos hacer ningún cambio”.

Todas las manos se levantaron y don José María tomó una leve pausa, como preparando el resto de su discurso.

“He escuchado esta mañana muchas opiniones y su opinión vale mucho. Deseo escuchar su consejo para no solo llegar a viejo, sino también para cuando menos el día de hoy permitir que sea la sabiduría quien rija. Y quisiera contestarle al muy distinguido y no menos persuasivo Señor Augusto con algo que ya dijo el sabio don Quijote: Cortesías engendran cortesías’. Han sido ustedes todos corteses y muy correctos, y a los que han dicho verdades difíciles que me han hecho ver lo erróneo de mi parecer, les agradezco de corazón. Y si el Señor Augusto gusta de los refranes, tendré que contestarle con dos que a mi modo de ver, son apropiados: ‘Hombre refranero, medido y certero’ y ‘Saber de refranes poco cuesta y mucho vale’.

Quiero decirles lo que pretendo hacer, y reconozco que, como bien lo afirmó Sancho Panza, ‘Entre dos muelas cordales nunca pongas tus pulgares’ y ‘Más sabe el necio en su casa que el cuerdo en la ajena’. Confieso que he sido un entrometido por haber obrado con propósitos que, al final, no venían al caso. No quiero pecar de

necio más de lo que ya hice, pero quiero hacer algo por las pueblas y tras escucharlos, he decidido no imponer ninguna de las condiciones que esta mañana mencioné. Ustedes me dirán después de saber cuál es mi propuesta si la misma es razonable.”

Interrumpió entonces el Señor Augusto, “Creo que ya sé hacia dónde se encamina. Prosiga, amigo José María, que le escuchamos”.

“Se lo agradezco, Señor Augusto,” contestó don José María, “y espero que mi idea les agrade".

Oí en la sesión matutina de un par de tradiciones que me parecen bellísimas y muy a propósito. Las tres ideas tienen que ver con las rutas. Las rutas del senderismo de la Puebla de Alfidén, de las que nos platicara con tanto entusiasmo la Srita. Ramírez de Oz, están diseñadas para llevar al caminante por pasajes preciosos

siguiendo caminos ya hechos, bien señalados y mejor cuidados. La Ruta del Tambor y el Bombo, de Teruel, ofrece algo muy parecido, pues es mi entender que al visitante se le ofrece una especie de paquete con horarios, recomendaciones y todo tipo de facilidades. ¿No es así?” aaa

“Así es, don José María,” prontamente contestó Roberto Pompiña, el digno representante de La Puebla de Híjar. “Incluyendo a La Puebla, somos nueve las localidades de Teruel pertenecientes a la muy tradicional ruta”. “Gracias, don Roberto. La otra ruta es la de los Rollos.  Los rollos de castigo, vestigios de tiempos en estas magníficas columnas de piedra tenían el fin de exhibir a los reos del pueblo, tienen ahora una función ornamental, ¿No es así, señor Santiago?”

Contestó, agradecido por la atención, Santiago Pérez y Pérez confirmó la información: “Está usted en lo correcto, don José María, y quisiera añadir a lo que usted bien ha descrito que los rollos eran símbolos de jurisdicción propia y que solo se otorgaba el permiso de construirlos a villas de cierta categoría”.

“Gracias a usted también, don Santiago, por agregar algo tan importante acerca de los rollos. El caso es que si tenemos ya ejemplos exitosos de rutas de senderismo, de tambores y de rollos, la pregunta obligada es, ¿Por qué no tener una ruta de las pueblas? Yo les quiero dar lo suficiente–y no me pregunten cuánto sería, en este momento–para que las pueblas del mundo hispano participen en el programa Ruta de las Pueblas. Las bondades y bellezas sobresalientes de cada puebla serán incluidas en una guía financiada por su servidor. A cada ayuntamiento le solicitaré un presupuesto detallado donde se nos explique las mejoras que deben llevarse a cabo para que cada puebla sobresalga y brille entre sus vecinos, cual refulgente y muy notorio faro a lo alto de la montaña. Seré generoso como lo he sido hasta el momento con todos ustedes”.

Levantó la mano Nenilla de la Fuente, a quien don José María inmediatamente le dio la palabra: “¿Y entonces no será preciso cambiar de gentilicio?”

“Para nada,” contestó don José María, “pues lo único que les pido es que su ayuntamiento acceda a ser parte de la ruta”.

   Iba a seguir su discurso el colombiano, cuando su ritmo fue roto.

“Don José María,” exclamó con su voz tenue el Señor Augusto, quien ahora se hallaba sentado en un puesto muy cercano al del anfitrión, “le pido la palabra, y prometo ahora ser breve, que quiero que sepáis que también lo sé ser”.

Con gesto amable, don José María le pidió que prosiguiera, sin mostrarse en manera ninguna incomodado por la interrupción. Y esto fue lo que dijo el nonagenario alcalde de Puebla de San Medel: “Dijo Sancho Panza, con su abundante ingenio, chispa e insospechada sabiduría, refiriéndose a oportunidades como la que se nos presenta, ‘Cuando te dieren la vaquilla, corre con la soguilla’. Quisiera que ahora mismo votemos todas las pueblas aquí presentes. Pido que levanten la mano quienes estén dispuestos a correr con la soguilla en la Ruta de las Pueblas que nuestro amable benefactor, en forma por demás inteligente, original y sabia ha propuesto”.

    Todos levantaron la mano. ¡Nunca antes las pueblas habían estado tan unidas! “Pido ahora,” dijo el Señor Augusto, “un aplauso de agradecimiento para nuestro anfitrión, don José María de Pereda y Puebla”. Y diciendo esto, trabajosamente se levantó de su asiento el viejo alcalde, y fue él quien dio las primeras palmas del más nutrido aplauso jamás escuchado en la muy orgullosamente paisa ciudad de Manizales, Colombia.

  

FIN